Por partes

Nos dejamos por partes. Nos fuimos separando de a pedazos.
Primero dejamos de pasarnos el jabón. Nos pusimos de acuerdo en que bañarse de a dos era un estrés innecesario y que el momento de la ducha, como ritual de descanso para la mente y el cuerpo, es íntimo y sagrado. Lo cual, por otra parte, es cierto.
Después dejamos el saludo con abrazo largo de frente -conocido también como panza con panza- y lo diluimos en un beso corto y apurado. Como tiene que ser pues la urgencia laboral ataca en la mañana y la intestinal, a la vuelta del trabajo. 
Casi sin darnos cuenta cada uno eligió una pose tal para la cucharita nocturna, digna de acróbata de circo de pueblo, que lo más sensato, a la vista de cualquier hombre de a pie, era dejar de hacerla. Aludiamos a los dolores que causaba en brazos y trapecios ni bien nos decíamos buen día. Y prometíamos con entusiasmo buscar otra forma de contacto lo antes posible. Una que se ajustara a las necesidades del capitalismo actual, el salvaje, ese que te requiere ver la serie de turno, contarlo en las redes sociales, y descansar -rivotril mediante- para rendir al día siguiente en la oficina. Rosarnos a la altura de los pies con el dedo gordo era, sin lugar a dudas, la mejor opción. Fue entonces la que adoptamos.
Nos asombramos con una tranquilidad madura de nuestras coincidencias y pronto, lo sabíamos, iba a triunfar la idea maestra de las camas separadas.
Muchos juegan a extrañarse para poder quererse pero nosotros sabíamos que nos queríamos y solo buscábamos ser prácticos. 
Elegimos un baño de la casa cada uno y nos pusimos horarios para no estorbarnos en el desayuno. Y luego en la cena. Que cada uno comiera lo que quisiera y cuando lo quisiera. Por qué imponer horarios o platos extravagantes al paladar ajeno. 
Limitamos los encuentros extendidos a los almuerzos de los sábados. Uno cocinaba, el otro levantaba. Cada uno miraba su celular y comentaba, sin escuchar, las noticias que iba recibiendo. Éramos casi un matrimonio. 
A decir verdad nos faltaba cria. Pero para engendrar a alguien sabido es lo necesario del contacto. A esta altura un exceso sin necesidad. Una pérdida de tiempo, de energía y de limpieza. 
Agendamos algunos encuentros que enseguida con felicidad y acuerdo desistimos de tener. Porque la autonomía es también poder leer un rato la novela que elegimos o jugar una partida de las cartas preferidas antes de acostarse. El sexo está, aunque nadie vaya a decirlo pero muchos lo pensemos, sobrevalorado.
Por lo menos el sexo con la persona con la que se convive. Cuánto más cómodo y necesario es la escapada a un hotel alojamiento de microcentro en el horario de almuerzo para descomprimir la presión de un jefe que agota y drena cada partícula de vida que tenemos. Y si es con alguien del trabajo pues mucho más eficiente. Dos personas relajadas en la oficina dispuestas a dar lo mejor a cambio de dos pesos. Milei estaría orgulloso.


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