La modernidad, se titula en un libro de Baudelaire, es lo transitorio, lo fugaz, lo contingente. Es claro que el tipo no llegó a São Paulo ni besó el hormigón. Acá lo moderno es para siempre, que es lo mismo que decir para mil años. Es lo contrario a fugaz. Es una piña en la cara que te despierta del sueño líquido, del vamos viendo, del ni si ni no ni blanco ni negro. Acá hay blanco, hay negro y hay rojo. No hay explicación por sobre la obra que valga más que verla. “La arquitectura se conoce in loco (a mi, sobre el arte, me gusta decir en presencia), solo la experiencia de la visita permite la real comprensión del contexto urbano, de la escala, de la luz, los sonidos, de la expresión plástica de los materiales y hasta de la percepción de las personas que viven el espacio”, así lo dice Fabio Valentino en “Una guía de arquitectura de São Paulo”, librazo que nos ha regalado a todos el profesor Ale Csome.
Es tan potente y tan sublime acá la arquitectura moderna que aún no la han superado. Así lo ha dicho el Vicedecano de la FAUUSP, Guilherme Teixeira: “Nosotros nos quedamos modernos”. Nadie tuvo el tupé de romper lo bueno (por lo menos no todo). Hay reinterpretaciones, claro, pero no revisionismos constantes. Hay arreglos, intervenciones, disponibilidades, intenciones y hábitos en torno a esta tradición. Y es como si también hubiese una acuerdo tácito y colectivo en que eso es el fundamento desde donde se parte. Y lo celebro. Lo admiro. Admito la envidia. Me río un poco porque son ellos los RES NON VERBA que tanto creí propio, local, argentino. La gente canta, baila, bebe y hace. Hace edificios enormes en hormigón, muchos abiertos, en parte, al público en general, algunos con piletas en el último piso, otros con canchas de parquet impecable, consultorios de odontología y teatros para miles de personas, para todos. Un rabbit hole del que hablo en otra nota, los SESC.
Baudelaire también dice que es tarea del arte volver permanente esa belleza fugaz. Y vaya si lo hace São Paulo. Esa bruta belleza urbana que es la escuela paulistana de arquitectura. Todo lo contrario al elogio del maquillaje es la puesta en escena del hormigón como material, donde la estructura es protagonista y rompe un contexto enorme, verde y selvático. Son edificios sublimes, transitados, vivos. Son unos monstruos gigantes y espectaculares de color gris con corazón blando. Llenos de gente. Una multitud que tiene de sobra espacios de reunión y congregación. Espacios de cobijo, de sombra y refugio. Espacios de lazer. Como si fuese lo contrario a lo opresivo que bien describe ese poema de Baudelaire de la ñata contra el vidrio y los ojos grandes y abiertos como portones para carruaje de gente que quiere habitar espacios bellos y vedados. Una belleza que no procura temporalidad sino la trascendencia, como lo clásico.
Lo colectivo acá hace a lo individual y la arquitectura está al servicio de eso. Una arquitectura que cumple con su tarea de hacer menos horrible el universo. Si alcanza o no es otra discusión para expertos. Lo que hay que entender es que São Paulo es una megalópolis donde quedan obsoletos los parámetros propios para dimensionar la escala.
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