Doble ve de cuarenta

Persianas levantadas, puertas de vidrio, marcos de hierro y ROTISERIA escrito en rojo en la ventana de la izquierda. Lo de Juan se lee abajo en negro. Desde la calle pueden verse algunas mesas de caño y melanina con servilleteros de metal de esos que tienen servilletas que no secan, ni absorben, ni limpian y que tampoco sirven para escribir números de teléfonos porque la tinta resbala.

Lucía está sentada contra la ventana de la derecha en la única silla que da a la calle. Pidió un cortado y hace que lee el diario pero no lee, nunca lee, nadie lee. En cambio, piensa, imagina, delira con cosas que no pasaron pero que podrían haber sido si por hache o por be Zeta no hubiese hecho equis cosa.  Trama historias que no fueron al punto tal de perderse entre la realidad y su fantasía y entonces, no me ve. 


Al principio le hago señas sin recibir señas de vuelta pero no es hasta que me acerco unos metros que reconozco su cara, esa cara de ida, yo le digo que es de soñadora pero no lo soporta, menos que le diga que está en la luna de Valencia, así que le digo cara de ida. Cara que no veo hasta estar cerquita porque me aumentó la miopía pero no llegué a actualizar los anteojos; tampoco creo que llegue, no este mes, ni el que viene.


Me gusta mirarla así, desde lejos, sin que me vea, pensando en qué piensa, con los ojos fijos pero a la deriva como si estuviese viendo una película de un cine invisible para el resto del mundo. A veces espero a que me mire, a que reaccione, no quiero interrumpirla, es como despertar de un sueño a alguien, como cortarle la explicación de una buena idea o pedirle que te explique un chiste.  


Más que un juego, esperarla, para mí, es un ejercicio; pongo a prueba mi ansiedad, mi necesidad de decir sin saber si el otro quiere escuchar. Freno, respiro, encuentro algo de tranquilidad en su quietud distante y sé que es la mejor manera de abordarnos, de poder hablar.  


Cuento hasta cien y camino hasta la ventana donde ya a esta hora pegan los últimos calores del sol de otoño. Y entonces, veo como Lucía deja su mundo y se conecta con otro, este, donde el chirrido de metal de una puerta sin doble ve de cuarenta anuncia mi entrada al bar.

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