En un caserón de Villa Devoto, un hombre en minishort toma sol en el piso de baldosas que rodea a una piscina; Susana, con gafas un poco grandes para su cara, traje de baño enterizo negro y marrón, le pide a Mirta, la muchacha que limpia, otra limonada, pero esta vez con mucho hielo, y que levante a Laura que estas ya no son horas de dormir, que pronto llegan las visitas. Cuando Mirta le trae el jugo, Susana se incorpora de la reposera, se pasa el vaso helado por la frente y lo baja hasta la boca para beber; entonces suena el timbre y Susana pide su capelina, alcanza el pareo que está en una silla contigua y le dice a Sergio, el hombre en mini short, que no es el padre de Laura pero actúa como tal, que se ponga algo decente y se seque porque llegaron las visitas, que cómo los va a recibir así transpirado y semidesnudo. Sergio se tira de cabeza a la pileta, hace un largo hasta el otro extremo, sale por las escaleras, toma una toalla de una de las reposeras y se dirige a la casa.
En la vereda hay un auto estacionado; dentro, en el asiento trasero derecho, una mujer con abanico, gafas de sol, flequillo y el pelo recogido en un rodete le indica a Alberto, su marido, que se comporte, que este almuerzo es importante para ella, que no haga ninguna payasada y que ni se le ocurra aceptar algo con alcohol. Alberto frunce los labios, mira por la ventana izquierda del auto y le hace una seña al chofer, firme junto a la puerta del caserón, para saber si respondieron al timbre; sí señor, le dice el chofer y a continuación regresa al auto; se abren las rejas automáticas, y luego el chofer maneja hasta la entrada de la casa. Allí Graciela baja con su bolso y Alberto con una caja en donde está la torta que traen de postre.
En el inodoro del baño de Laura, una caja de cigarrillos vacía flota y no quiere irse, cómo puede ser que en el barrio más alto de Buenos Aires haya esta porquería de presión de agua, dice Laura para sí y vuelve a tirar la cadena. Esta vez ve cómo el paquete se va por las cañerías, y con la esperanza de disimular su resaca la joven se lava la cara siete veces, se moja las muñecas y la nuca, se cepilla los dientes, se tira colonia, se peina hacia atrás y se ata el pelo en una alta cola de caballo. Laura, dice tu mamá que te diga que llegaron las visitas, que hay que bajar a comer, le dice Mirta. Laura imita a la empleada frente al espejo, se muerde el labio inferior y hace con las manos el conocido gesto de qué hinchapelotas. Sergio, en otro baño de la casa, se emprolija el bigote, se pone gomina y busca un traje de baño decente, una camisa fresca y las sandalias de cuero.
Laura baja al comedor y para su sorpresa el ambiente está vacío; hace un calor bárbaro, y aún así armaron la mesa en la galería, donde el aroma a jazmín de diciembre se mezcla con el olor a Fluido Manchester con el que Mirta más temprano baldeó el lugar. Laura, vení querida que te presento, le dice la madre parada junto al ventilador que, con un ruido infernal, hace que todos deban levantar la voz. Graciela, Alberto, ella es mi hija Laura, dice Susana y les pregunta qué van a beber; les dice que se sientan cómodos, y que si desean ponerse el traje de baño Mirta les indicará la habitación más cercana para que dejen sus cosas y se cambien.
Las visitas siguen a Mirta hasta el cuarto de huéspedes donde hay, sobre una mesa de arrime de estilo provenzal, una estatuilla de bronce que a Alberto le llama la atención. Es la figura de un boxeador, pero de los de antes, piensa, cuya posición de descanso es con las manos a la misma altura y los brazos un tanto abiertos y flexionados. Parece Rocky Marcia¬no, le dice Alberto a Graciela, que no entiende de qué habla su marido por lo que sin darle importancia acomoda sus cosas sobre la cama del cuarto y le pregunta si está listo. Alberto le dice que no, que se adelante, que él enseguida va, y apenas Graciela cierra la puerta él toma la estatuilla con sus manos, la mira de cerca, busca alguna referencia, una placa, una firma, y al no encontrar nada la deja en la mesa, se cambia el pantalón por un short de baño y sale en dirección al parque.
Afuera de la casa, Mirta lleva limonada a las dos mujeres que, sentadas en los sillones de caña, conversan sobre una causa judicial de un tal García Pereyra. Graciela dice que el tipo es un estafador de primera, un vividor, que engañaba a señoras mayores para sacarles dinero y heredar sus bienes, que no sabe cómo se consiguió un buen abogado pero que no le importa porque tiene todas las de perder y ella está segura de que Susana, como jueza, le va a hacer caer sobre la espalda todo el rigor de la ley. Aunque Graciela habla entre risas, Susana no toma a bien el comentario y una mueca le desfigura la cara en un intento por sonreír. Graciela, que no mira de frente a Susana, aprovecha para preguntarle por la vacante que se abrió en el juzgado; la jueza le dice que mejor no hablar de trabajo, que es sábado; toma del revistero la última Para Ti y comenta la tapa.
Sergio, en la mano un vaso de vermú, le hace señas al marido de Graciela para que vaya hasta donde él está, cerca de la piscina, y le ofrece el aperitivo. Alberto, que ve lejos a su mujer, acepta y enseguida saca tema de conversación. Hablan de muchas cosas pero Sergio no quiere profundizar, así que asiente a lo que dice el otro y apenas interviene con monosílabos o para cambiar de tema; cuando se dispone a servirse otro vaso de vermú, nota la jarra vacía. Te tomaste todo, querido, le dice a Alberto que sonríe y dice que estaba muy rico pero que ahora le agarró un hambre tremendo, al tiempo que se palmea la panza con las dos manos. A Sergio no le cae bien ni el comentario, ni el gesto, ni el tipo, por lo que no le devuelve la sonrisa y se baja las gafas de sol, que antes tenía en la cabeza, hasta los ojos.
Con la comida ya servida, la muchacha llama a los señores y a Laura, y todos se sientan a la mesa según indican unos cartelitos con los nombres: Sergio en la cabecera, Laura y Susana en uno de los laterales, Graciela y Alberto en el otro. Mirta por favor serví, dice la anfitriona. Alberto come rápido, sin masticar, y dice que está todo muy rico- Susana agradece y sonríe- que tienen un caserón enorme –Susana vuelve a agradecer, pero con una mueca de desagrado porque cuando Alberto abrió la boca para decir enorme, llegó a ver la comida que él aún no había terminado de tragar-, y que deben tener mucha plata, dice por último Alberto; Graciela, que nota la situación incómoda, le dice por lo bajo que cierre la boca.
Para pasar el momento Susana dice que Sergio es un gran músico, y que si no es una estrella es porque no quiere; Alberto dice conocer muchas estrellas, que, como representante de boxeo, tiene acciones en el estadio Luna Park y eso le permitió conocer a los grandes. Susana se muestra sorprendida, qué bárbaro, nunca me dijiste, le dice a Graciela, que sonríe y dice a los dueños de casa que cuando quieran tienen entradas para ir. Hablan de los espectáculos que se presentan, de los famosos que conoce Alberto y él comenta la pelea reciente de Nicolino Locche en la que le ganó al colombiano Cervantes y defendió su título mundial súper ligero; luego habla de su pasión por el boxeo, de su pasado en el Almagro Boxing Club, y se ríe al ver que Sergio asiente como si no escuchara.
Mientras Mirta trae el carré de cerdo y sirve una porción en cada plato, Alberto le dice a Susana que vio la estatuilla del boxeador en el cuarto de huéspedes y que se alegra de que les guste el boxeo; ella deja sus cubiertos, se limpia los labios con la servilleta y dice que el boxeador es de Raúl, el papá de Laura, y de pronto, al escuchar ese nombre, Sergio se incorpora serio, pero Alberto, que no lo nota, le pregunta a Susana si su exmarido tiene algo que ver con el boxeo. Graciela vuelve a darse cuenta de que su marido incomoda a la dueña de casa y lo codea para que se ubique, pero Alberto insiste en saber de Raúl y de la estatuilla: cómo llegó a la casa y a quién representa. A Rocky Marciano, dice Sergio con voz grave, y agrega que lamenta su alegría porque en esta casa a nadie le gusta el boxeo; de inmediato pide a Mirta que levante los platos y traiga el postre. Alberto no le da importancia a Sergio y dice que tiene un autógrafo de ese boxeador, del día en que lo vio pelear en el Madison Square Garden de Nueva York, que fue una gran pelea y que pudo acercarse a Marciano en una fiesta que armaron luego de su triunfo; cuando Mirta quiere levantarle el plato dice que no, que él va a repetir, que por favor le traiga más, que muchas gracias.
Se produce un largo silencio en el que Laura pide permiso a su madre para levantarse y Sergio le dice que no, que no sea mal educada y se quede hasta que todos terminen de comer. Le pregunté a mi mamá, dice Laura, y Susana interviene para darle permiso a la hija. Alberto sonríe por lo bajo. Sergio entonces se saca la servilleta de la falda, la tira en la mesa y dice que lo disculpen, que se retira unos minutos. Va hasta el baño, se lava la cara, se mira al espejo, y luego, ya calmado, vuelve a la mesa. Graciela, en un intento por remontar la situación, comenta lo espléndido que está el día; Susana asiente y ve que Alberto ya termina de comer, por lo que le indica a Mirta que ahora sí levante los platos y vuelva con el postre que trajeron las visitas. Es de Balcarce, dice Graciela y se ofrece para cortar la torta y servir; vení, Alberto, ayudame, le pide a su marido, que se incorpora y le da primero una porción a Susana, pero al llegar a la cabecera le pifia, con tanta mala suerte que la torta cae sobre el short de Sergio. Alberto pide disculpas y extiende la mano para ayudarlo, pero en ese movimiento choca con su brazo la copa de vino que rueda por la mesa hasta caer al piso y romperse.
Pero qué hacés, dice Sergio y le indica a Mirta que traiga un trapo; este tipo está borracho, le dice a Susana y mira a Alberto para decirle que el boxeo es un deporte de animales y que en esta casa a nadie le gustan los animales como él. Graciela quiere agarrar a Alberto del brazo pero ya es tarde porque éste da la vuelta hasta el asiento de la cabecera, donde está Sergio, y lo tira al suelo de una trompada para decirle animal a mí, maricón, no te mato porque voy en cana. Susana de un salto se levanta de la mesa y le dice a Graciela que por favor se retire de su casa, que es una pena que esté casada con un papelonero y que ni se gaste en ir el lunes, que el puesto de Prosecretaria se lo va a dar a Analía y que se busque un trabajo nuevo porque a su juzgado no entra más. Así que Graciela, entre lágrimas, le pide a Alberto que agarre sus cosas de la habitación, y sin esperarlo sale a la calle, se sube al auto y le dice al chofer que arranque de una vez.
En la habitación de huéspedes, Alberto guarda en el bolso sus cosas y las de Graciela, y cuando se dispone a salir escucha que afuera se enciende el motor de su coche, que de inmediato arranca. Solo, abandonado en la casa de esos dos paquetones, no tiene que pensarlo mucho para tomar la estatuilla, guardarla también en el bolso y salir derecho hacia la puerta de entrada. Mientras, en la galería, Susana le pone hielo en el golpe a Sergio y le sirve en una copa limpia un poco de agua fría; él, ya incorporado en un sillón, toma de la mano a Susana, le dice gracias muñeca y ella le besa la frente en un gesto de amor. Alberto, al salir de la casa, Camina por Salvador María del Carril hasta la plaza donde encuentra un taxi, y al subir no da la dirección de su casa sino la del Luna Park, Bouchard 480, dice, no quiero llegar tarde a la pelea de esta noche.
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