No quiera la virgen

La sombra del eucaliptus a las tres de la tarde era el mejor lugar  para dormir la siesta después del almuerzo y antes de ir a la pileta; porque no nos dejaban ir a la pileta o al sol a penas terminábamos de comer, había que esperar, había que hacer la digestión, decían. De día la quinta estaba llena de gente, venían las amigas de mamá con sus hijas, el vecino con sus amigos y hasta mis cuatro abuelos que hacían todo el viaje desde la Capital para vernos. Pero a la noche se iban todos. Quedábamos mi hermana menor y yo con mis padres en una casa para doce personas con un parque enorme adelante y un fondo de media manzana.
En nuestro cuarto había dos camas cuchetas, en ese momento el techo de la habitación me parecía altísimo y hasta podía pararme en la cama de arriba sin tocarlo. Aunque no lo hacía seguido porque las camas de arriba eran de mis hermanas mayores y les molestaba que jugáramos a tocar el techo y, a pesar de que ya no iban a la quinta,me había quedado la costumbre de no hacerlo.  Con mi hermana menor dormíamos en las camas de abajo de cada cucheta. Nos separaban veinte pasos. Si ella se dormía antes me tocaba a mí apagar la luz del escritorio que mamá dejaba un rato para que no nos diera miedo la oscuridad.

A veces me levantaba con los ojos cerrados a apagar la luz- aún lo hago- y volvía corriendo a  la cama casi de memoria. Pero un día no quise, hacía frío y ya estaba tapada hasta la pera, con la bolsa de agua caliente que mamá nos traía en los pies. Así que cerré los ojos y en lugar de pararme y caminar hasta el escritorio me puse a rezar. Mientras rezaba empecé a sentir movimiento en la cama de arriba. Abrí los ojos sin querer. Me arrepentí enseguida.
Un sudor frío me recorrió el cuerpo. Afuera el viento soplaba fuerte y los fardos de alfalfa que se amontonaban en la galería trasera chocaban contra la ventana y provocaban un ruido seco pero constante que se repetía de forma macabra.
En la pared de enfrente se proyectaba una sombra multiforme que muy rápido tomó forma. Yo no quería pensar que tenía dos cuernos y daba saltos sobre la cama pero tampoco podía negarlo. Quería gritar, necesitaba gritar pero sin que se diera cuenta lo que fuera que tenía encima. El dolor en la garganta, las ganas de llorar y mi hermana que ni se mosqueaba. Quise dormirme pero no pude, seguía viéndolo.
Los relámpagos se filtraron por las hendijas de la persiana y la sombra tomó nuevos matices pero de la misma forma. Entonces un trueno cortó la luz y fue todo oscuridad mas no silencio. La cama rechinaba como en un principio. Quise gritar y no pude. Ya no trataba de dormir. Lloré, me aguanté de respirar y temí ahogarme con mis propias lágrimas. Volví a rezar. Esta vez en serio. Pedía algo. Tenía miedo. Un Ave María, dos Padre Nuestro.

Cerré los ojos y recorrí el camino desde el último banco de la iglesia del colegio hasta el altar. Eran ochenta pasos, los había contado. Sobre baldosa vieja, blanca y fría. Estaba descalza. No había nadie más que el padre Juan que esperaba sentado de espaldas a mí en el primer banco. Cuando se dio vuelta vi en su cara la sombra de mi cama, yo no quería pensar que tenía dos cuernos pero tampoco podía negarlo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario